martes, 10 de agosto de 2010

Las vacaciones como terapia

Mañana comienzan mis vacaciones. Esa parte del año donde uno se olvida de todo para centrarse en un solo objetivo: ser feliz. Necesarias sería una forma de definirlas, pero se quedaría muy corta en mi caso.

Tengo por costumbre tomármelas como el inicio de algo nuevo. Nuevos propósitos para la vuelta, nuevos proyectos, nuevas ideas, ilusiones renovadas. Mucha gente se plantea todos estos cambios para el comienzo del año, pero para mí no existe mejor etapa que el momento en el que de verdad puedes desconectar del agotador día a día para pensar con claridad en esos importantes cambios, son sin duda el mejor punto de partida para cualquier reflexión.

Las vacaciones resultan posiblemente en la más reparadora de las terapias que he conocido. Da igual que uno las emplee para un largo viaje transoceánico, para unos extraordinarios circuitos termales o para bajar a la playa de enfrente de su casa, lo importante es la terapia que de forma automática aplican al ser humano. Uno se olvida de repente de todo cuanto perturba su día a día. Siente una sensación de despresurización enorme. Atrás quedan clientes y proveedores, de frente esa gente que te recibe todos los días con la más sincera de las sonrisas, esa gente capaz de reparar el más oscuro de tus días. Olvidados proyectos y presupuestos, uno debe centrarse sólo en pensar en que le depara cada nuevo día, aprovechar al máximo todos y cada uno de los minutos que le regala la vida.

Es en ese momento en el que me encontraré esta misma tarde. Desde las navidades no he recibido esa bendita terapia y sinceramente creo que me encuentro en el momento de mayor necesidad de mi corta vida. Uno mira hacia atrás y se da cuenta de cómo han cambiado las cosas desde la última vez que abandonó la oficina diciendo “me voy de vacaciones”. En la calle hacía frío, mucho frío y en mi cabeza los pensamientos estaban muy desordenados, lo que un día era blanco al día siguiente era negro. Aquellas vacaciones me ayudaron en gran medida a aprender otra forma de afrontar las cosas. De repente el blanco se tornó en un manso gris y el negro se convirtió en un gris oscuro. Este cambio permitía en gran medida suavizar el impacto de los cambios en mi entorno en mi estado de ánimo. Ahora ya no pasaría del blanco al negro. Ahora todo sería entre grises. Y eso facilitaría en gran medida la forma de afrontar el día a día. No puedo más que aconsejaros que le echéis un oído a la espectacular “The beauty of gray“ del grupo Live cuyo estribillo debería ser el lema de cualquier vida humana: “No es un mundo en blanco y negro. Para estar vivo los colores deberían mezclarse y así quizás podremos apreciar la belleza del gris”. De buenas a primeras se ha convertido en un himno automotivador para mí.

Han pasado ocho meses desde entonces y esas reflexiones en tonos grises me han ayudado muchísimo a mejorar mi calidad de vida. A no cambiar de opinión como de dirección lo hace el viento. A mantenerme firme en mis creencias y mis valores. Y eso en definitiva me ha ayudado a ser mucho más feliz. Todo eso se lo debo a esa bendita terapia de la que hablaba, las vacaciones, que me ayudaron en su día a relativizar las cosas, a no darle más importancia de la que realmente tienen. Pero está claro que eso no es posible pensarlo en el arduo día a día entre prisas, estrés y malas caras. Eso sólo puede pensarse mientras uno disfruta de sus momentos de paz, de sus vacaciones.

Y si aquellas vacaciones me ayudaron a aprender a afrontar las cosas, éstas tienen en sí mismas otros objetivos muy diferentes. Ahora que uno se ha vuelto mucho más impermeable ante cuanto pasa a su alrededor es tiempo de dedicarse a sí mismo y a su gente querida. A dedicar todos sus esfuerzos a un único fin, la felicidad de todo cuanto quiere. 19 días, 456 horas, 27.360 minutos para llenarlos de todo cuanto a uno se le ocurra de cara a cargar las pilas para nuevos retos, nuevas etapas, cambios quizás, en definitiva todo cuanto la renovada ilusión pueda ser capaz de abarcar.


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