Aún resuenan en mi cabeza las sabias palabras de un psicólogo que mi madre hizo suyas hace unas semanas: “El optimismo debería ser una obligación”. Seguramente a la gran mayoría le sonarán a palabras demagógicas, de esas que son fáciles de decir para quien ha “nacido optimista”. Porque eso “se nace”, es como el color del pelo, ¿no?. De esas que se dicen por decir, por quedar bien. Pero nada más lejos de la realidad. Si uno somete dichas palabras a un análisis algo más concienzudo podrá darse cuenta de que en efecto están cargadas de razón. Intentaré explicarlo sin parecer el típico optimista que pone de los nervios a los “optimistas con experiencia”.Desde nuestros primeros pasos recibimos numerosas lecciones para hacer las cosas bien, según dicta la sociedad en la que a uno le ha tocado vivir. Intentando construir buenas personas recibimos años y años de educación de todo tipo: religiosa, pública, privada,…Conforme nos vamos haciendo mayores y nos toca ir aplicando dichas directrices para ir tomando decisiones y llevando a cabo actuaciones de más enjundia que pintar en un folio con Plastidecor, nos vamos dando cuenta de que no siempre se pueden hacer las cosas de la mejor manera, de esa en la que nos han enseñado que es la correcta. Pero de lo que no cabe duda es que cualquier ser humano que se precie intentará por defecto hacer las cosas de la mejor manera posible, con buena intención, como le han enseñado.
No comparto para nada las aseveraciones del tipo “Yo soy así desde pequeñito” o “¿qué voy a hacer si he nacido así?”. No me gustan por la sencilla razón de que parece que uno sale de la placenta en la que ha vivido nueve meses y ya tiene un carácter definido, imperturbable Conforme rompe el llanto ya podemos saber si será mala o buena persona. Si será agresivo o pacífico. No me gustan esas palabras porque me parecen tremendamente conformistas y antievolutivas. En mi modesta opinión cuando vemos la luz por primera vez no somos más que una blanca esponja seca capaz de absorber todo cuanto tenemos a nuestro alrededor. En función de qué absorba esa esponja seremos un tipo u otro de persona, pero durante toda, absolutamente toda la vida estamos absorbiendo para dar color a esa esponja. Lo que sí es cierto es que cuando uno ha estado años absorbiendo el color negro y luego quiere pintar en amarillo tendrá mayor dificultad para eliminar las tonalidades negras de su pintura. Con el paso del tiempo la pintura se seca y es más difícil hacerla desaparecer. Pero por supuesto que dichas tonalidades pueden llegar a eliminarse del todo y ser sustituidas por un amarillo intenso, si no fuera así el ser humano no evolucionaría a lo largo de su vida. No voy a negar que existen condiciones genéticas que forjan la personalidad de un ser humano, pero pensar que esas condiciones son inamovibles es rendirse muy pronto, antes incluso de que empiece la vida, y eso resulta un poco triste.
Os preguntaréis qué tendrá que ver todo esto con el optimismo y con la frase que da título a este post. La respuesta es muy sencilla: el ser humano es educable y el optimismo, como las buenas intenciones de las que hablaba antes, debería ser el punto de partida de nuestros actos y decisiones. El optimismo no es más que una actitud frente a la vida, una predisposición a ver las cosas del mejor color posible, el vaso medio lleno.
Con todo esto intento refrendar mi opinión de que uno no nace, se hace. Y dentro de ese hacerse, alguien debería enseñarnos en el parvulario, la escuela, la Universidad y dondequiera que se ofrezcan lecciones, cómo afrontar la vida con optimismo. La razón es muy sencilla, el optimismo es una visión de la vida que mejora la calidad de la misma. He mantenido y disfrutado de conversaciones al respecto del optimismo de todos los gustos y colores. En la mayoría surgen frases como “no soy pesimista, sino optimista con experiencia” o “qué fácil es decir eso cuando todo te va bien”. Ambas son respetables, pero sintiéndolo mucho no puedo compartirlas. En la vida todos hemos tenido experiencias duras que nos han enseñado a pensar las cosas antes de tropezar dos veces con la misma piedra pero eso no quiere decir que uno tenga que dejar de ser optimista. La próxima vez seguirá siéndolo pero posiblemente actúe de otra manera para no pasarlo mal por segunda vez.
Es curioso el caso que se da en este tipo de circunstancias. Una persona pesimista se quedará sólo con las cosas malas de dicha experiencia (a pesar de que puedan ser muy pocas) para auto convencerse de que su actitud es la apropiada y que la debe repetir en el futuro. Mientras, en la misma experiencia una persona optimista se quedará con lo bueno (a pesar de que pueda ser muy poco) para creer que ha hecho lo apropiado y repetir la próxima vez esas cosas que le han parecido buenas corrigiendo las que no lo hayan sido.
La mejor forma de explicar esas diferentes formas de vida es mediante un ejemplo. Cuando se da una situación de incertidumbre siempre suelen ofrecerse como mínimo dos posibles soluciones (una buena y una mala). Una persona pesimista emplea como modus operandi ponerse siempre en el peor de los casos para luego llevarse una alegría mucho mayor. Por defecto se suele pensar que pasar de un extremo a otro da más “gustillo” que estar ya en el otro extremo esperando la confirmación. No sé quién habrá dado eso por hecho pero el simple hecho de comprobar las reacciones ante una solución positiva desmonta cualquier argumento. En el caso de que esa sea la solución a la incertidumbre optimista y pesimista se abrazarán y saltarán de alegría, compartiendo un enorme y equitativo sentimiento de felicidad.
En el caso de que la resolución no sea la deseada el pesimista dirá que ya lo había avisado y el optimista que la próxima vez será. Al final la sensación será la misma, una enorme tristeza por no obtener el resultado deseado. La principal diferencia radica en que durante el periodo de incertidumbre el pesimista, de forma inevitable, incontrolada e intrínseca al ser humano, ha estado pensando en cómo iban a ser las cosas cuando se diera la mala solución provocando sensaciones negativas (hundimiento, tristeza,…) mientras que el optimista ha hecho todo lo contrario, pensar en cómo iban a ser las cosas cuando se diera la buena solución con lo que los sentimientos son todos los contrarios (motivación, ilusión,…). Se tiende a pensar que el sentimiento de desilusión es mayor en una persona que se pone en el mejor de los casos, pero precisamente es esa predisposición la que suele ayudar a recuperarse con mayor facilidad de las malas respuestas que se presentan en la vida.
Este tipo de situaciones se dan a diario para afrontar cualquier situación que conlleve un mínimo nivel de incertidumbre, con lo que aprender a ser optimista ayuda en gran medida a llevar mejor el día y cuantas incertidumbres se plantean en el mismo. Al fin y al cabo cuesta lo mismo afrontar las cosas de una u otra manera y lo que está claro es que una de ellas sólo aporta cautela y precaución ante una mala respuesta que provocará el misma daño a todos. Es un debate que puede resultar infinito, pero en el que siempre saco la misma conclusión: el optimismo debería ser una obligación. Por lo menos tener la predisposición a serlo, si luego no se consigue no pasa nada, pero intentar serlo debería ser una obligación.
Sé que este texto puede dar que pensar a aquellos que toman a los optimistas por locos o genéticamente diferentes, pero su única intención es intentar demostrar que la vida, que es en sí una incertidumbre, es más llevadera cuando se afronta con optimismo y que el mismo no es imposible de aprender si no que si uno pone de su parte aún puede hacer que su esponja puede pasar de ser negra a ser del amarillo más brillante que uno pueda imaginar.
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